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Jado 114

Tras un fallido diagnóstico en un hospital privado, del cual ahora mismo prefiero no mencionar, decido ir a urgencias de Basurto – hospital público. Fin de semana, sábado, las urgencias están abarrotadas. Me lo tomo con calma, soy consciente de que la espera puede ser larga. Y, desgraciadamente, lo es. Una vez atendido, todo va rodado, con profesionalidad, en la cual confías, te sientes seguro y bien atendido.

En la primera visita, en el BOX 5, les comento que tengo bastante dolor detrás de los testículos. Me realizan varias pruebas; orina, sangre, tacto rectal. Dados los persistentes dolores, no se demoran en darme un analgésico en vía. Los cuidados ya han empezado. Menos mal.

El resultado de los primeros análisis indican que todo está en orden y que en principio no es nada vírico, infeccioso, o ciertamente alarmante. Lo cual me calma, mentalmente, bastante. Aunque el dolor persiste. No saben todavía cual es exactamente el origen.

Mientras deciden qué hacer, me mantienen a analgésicos e antiinflamatorios mediante vía intravenosa.

No satisfechos con la primera exploración, deciden hacerme un scanner, con contraste. El resultado; casi inmediato. Hayan el problema; un absceso en la zona perineal. La solución, aunque nunca es de agrado: intervenir quirúrgicamente.

11 o 12 de la noche, me preparan, y me llevan al quirófano. La extraña visión frontal de  las luces del techo de los pasillos pasando a la velocidad que lleva el celador es única, inquietante y aterradora. El traqueteo sordo de las ruedas de la camilla acompaña al destino que nadie quiere: el quirófano y la intervención.

La operación bien. Ni me entero. Mis temores y dolores: volatilizados.

Me despierto en una sala, la llaman, literalmente, “La Sala del Despertar”: La Unidad de recuperación post-anestésica. Esta sala de reanimación, tiene como principal finalidad vigilar la recuperación de la anestesia de los pacientes recién intervenidos.

Después de estar unos cinco minutos, empiezo a temblar cuan poseso, sin aparentemente significativa causa alguna. Me tiemblan las piernas, los brazos, y no puedo parar. Me tiembla la mandíbula e intento decirle a la enfermera, a duras penas, que me atiende rápidamente, balbuceando; que no me pasa nada, que no tengo sensación de fiebre, ni dolores. Supongo que será una reacción del cuerpo, de los nervios. Tengo la sensación de que el tembleque remitirá en algún momento. La enfermera me coge de la mano, e intenta tranquilizarme. Me transmite calma y paz. Lo agradezco enormemente. No me suelta hasta que los temblores hayan desaparecido.

Me trasladan a la habitación, Jado 114. Esta vez veo la cadencia de las luces del techo  del pasillo con otra perspectiva mucho más alentadora. Ya en la habitación, medio sedado, duermo, con ciertas molestias, pero tranquilo, pensando que lo peor ya ha pasado.

Los días transcurren con cierto ritmo metódico.

Hay un ir y venir sistemático de colores de batas todos los días: bicolor: mantenimiento, Gris: celadores, rosa: auxiliares de enfermería, azul: enfermeros, blanca: médicos. Es importante tenerlo en cuenta para saber; qué preguntar, qué pedir y a quién. Y algunas veces cómo. Aunque muchas veces pequemos de daltonismo y pidamos al rosa lo que tendría que ser del azul. En fin, uno cuando está molesto e incómodo recurre a lo que tiene más a mano.

Me han sorprendido satisfactoriamente varios aspectos en mi corta estancia en el  hospital.

El trato del personal: quitando alguna que otro, que no seleccionó la casilla de simpatía en el contrato, el resto de las personas diría que han sido encantadoras, y muy, muy humanas.

He intercambiado alguna que otra sonrisa con el personal: Uno de los auxiliares, con voz de bajo o barítono, me contó que cambió los andamios y la hostelería por la sanidad, de lo cual jamás se arrepentirá y que fue lo mejor que le ha pasado en años. De lo más atento. Tocaba a la puerta, subía el telón, entraba con voz de mezzoforte y me saludaba con un “Buenos días” profundo. Me tomaba la temperatura, me preguntaba “qué tal se siente hoy?”. En el breve tiempo que transcurre la toma de la temperatura eché en falta, o deseaba que me preguntara: “sólo o cortado”.

Una enfermera, en turno de noche, y que discretamente tocó a la puerta, me sorprendió, medio somnoliento, con un “Buenos días”, a lo cual, respondí irónicamente y con ánimo que hacer su cometido algo más ameno “espero que no sea verdad, porque entonces significa que alguien se ha llevado la noche, y no he dormido todavía”. Mi intención tuvo su premio: arranqué una pequeña carcajada a la enfermera. Los turnos de noche tienen esa cualidad negativa, de alterar y desorientar. Sólo cuando tienes que padecerlos eres totalmente consciente de lo duros que son. Por si acaso, y vista dicha desorientación, le pregunté, por si acaso, si estaba segura de lo que tenía que hacer. Todo fue bien.

La jornada es gratamente regular.

Antes de desayunar una oportuna dosis de analgésicos, antiinflamatorios, y calmantes. El desayuno: bien, suficiente. La leche, caliente, se agradece.

Después, y sobretodo la primera vez, te asaltan todos los temores: Ir al baño, y cagar, o según se dice formalmente: “hacer de vientre”. Una vez cagado, descubres que todo ha ido bien, sin dificultades aparentes, y que todos tus miedos se han ido por el retrete (o water).

Ahora bien, el siguiente paso: Ducharse o asearse con el telefonillo de la ducha, incidiendo en la parte dañada. Tiene su complejidad. Pero dejo este paso non-grato para la imaginación de cada uno.

El trasiego del personal comienza pronto. Las mañana son más movidas que las tardes. Se van intercalando profesionales desde las primeras horas: Te toman la tensión, la temperatura, limpian el cuarto, hacen la cama, de vez en cuando se asoma alguien para preguntar qué tal estoy. Es grato saber que estás bien atendido.

Tal vez el momento que más me agrade sea cuando vienen a preguntar por el menú, como si de un restaurante se tratara. Y si me lo preguntaran en francés, con servilleta en el antebrazo, no cabría de gozo. Desgraciadamente no pasa, y tampoco lo entendería. Una pena. Es todo un privilegio el hecho de que podamos elegir, y de que la comida sea de tan buena calidad.

Cuando hay más ruido de lo habitual detrás de la puerta, significa que el médico, bata blanca, va a pasar consulta. Casi siempre entra hablando, no siempre del paciente de la habitación a la que accede, sino del anterior, y el séquito que le escolta le atiende como si de la megafonía del aeropuerto se tratara, y están ojo avizor (como diría Félix Rodriguez de la Fuente) a lo que indica, asentado firmemente con la cabeza. No quiero entrar en detalle el grado de comprensión de cada uno dada la elocución del médico. Como paciente, en ciertos casos, creo que se necesitan ciertas dotes para entender, y retener todo aquello que el médico transmite. Menos mal que las enfermeras están ahí, para hacer de diccionario médico-paciente.

El médico comienza a esgrimir su diagnóstico. Muestra, cuan guía de museo, y como si de una obra escultórica se tratara, la zona afectada del paciente. Cuanto mayor es el ejercito, más impersonal es la visita y más largo su diletante discurso. Ah! Los móviles, excepto el del médico, están en modo avión.

Una vez acabada su disertación, pliegan los estetoscopios y se baten en retirada. La próxima función, al día siguiente, con diferente público.

Y cuando te das cuenta de que ya estás sólo, aquellas preguntas que habías preparado y

tenías en mente se desvanecen, o se convierten en nuevas. Vuelta a la calma. La horizontal, la mejor postura.

Las tardes son algo más monótonas. Toda distracción es bienvenida; ya sea tecnológica o no. A medida que uno va mejorando los paseos se hacen más frecuentes.

Una enfermera rompe la monotonía, me cura, intercambiamos alguna palabra insulsa que otra, por quitarle peso a una situación, y postura, poco decorosa.

Y finalmente; el esperado menú solicitado el día anterior: la cena. Te dejan la bandeja y

amablemente la retiran, no hay nada que recoger, ni poner el friegaplatos. Uno sólo se preocupa de comer la cantidad que quiera, y de no mancharse.

El día concluye con la mítica frase hogareña “dientes y a la cama”.

Me gusta dejar la contraventana abierta, cuan vía de escape y pensar que pronto saldré. Echo de menos a mi familia, y sobremanera a mis peques.

Gracias al personal del hospital por todos estos cuidados y el trato recibido.

Esta vorágine de hospital y vida personal, esta situación engorrosa que altera y desequilibra a cualquier ser humano, siendo apoyada por alguien a quien quieres, y te quiere, no tiene precio. Sin duda, la tranquilidad que me ha dado mi mujer en este fastidioso periodo en el que he estado ingresado, no tiene parangón.

Pablo Barredo Pabellón Jado, habitación 114, Hospital de Basurto